
El motor silencioso del helicóptero Whirlwind 9G rugió apenas un segundo al posarse sobre la terraza del complejo de escucha SIGMA-7. Bajo el ala del aparato, la plataforma de extracción se iluminó con un haz azul. En el interior, el equipo Escorpión—cinco operativos de fuerzas especiales—ajustaba sus arneses y revisaba por última vez sus armas.
Mi nombre en clave es Lobo, comandante de Escorpión. Junto a mí estaban: Sable, experta en infiltración y cerrojos; Tormenta, francotiradora de largo alcance; Furia, especialista en combate cuerpo a cuerpo; y Eco, nuestro hacktivista y enlace digital. Nuestra misión: rescatar a la doctora Elena Mirov, retenida en el ala norte de la instalación, antes de que sea trasladada al interior del desierto como rehén para intercambios oscuros.
La operación debía iniciarse a las 02:13, cuando el cambio de guardia dejara la zona vulnerable. El complejo SIGMA-7 era un antiguo búnker reconvertido en centro de operaciones clandestinas, rodeado de muros de concreto, torretas automáticas y patrullas móviles. No había margen de error.
—“Escorpión, en posición de salto” —informé por radio interna.
—“Salto inminente. Buena suerte, Lobo” —contestó Eco desde la cabina.
Con un tirón coordinado, saltamos al vacío. Cinco segundos de caída libre; debajo, un patio flanqueado por dos torretas. Eco interrumpió momentáneamente los sistemas de las armas automáticas con un pulso electromagnético breve, permitiéndonos aterrizar sin fuego cruzado. Lobo rodó, Sable aterrizó con suavidad en cuclillas, Furia se impulsó para cubrir la retaguardia, Tormenta mantuvo el rifle listo y Eco desplegó su estación portátil en menos de un parpadeo.
—“Torretas deshabilitadas por 90 segundos” —informó Eco.
—“Avanzamos” —ordené—. Piso a piso hacia el ala norte.
El pasillo principal estaba iluminado inestable por luces de emergencia. El suelo vibraba con el zumbido de generadores y el eco de botas en patrulla. Furia y yo abrimos camino: brochas de francotirador se asomaban por mirillas blindadas. Con un gesto, señalé a Sable que recogiera a la primera guardia: un tiro de pistola integrada disparado en silencio acabó con su vida sin rastro de alerta. Sable retiró el cadaver, limpió la sangre y avanzó ligero.
A mitad del corredor, la puerta doble del ala norte se cerró con un golpeteo metálico. Mostré el emblema de Escorpión en mi chaleco: un escorpión plateado. El sensor retina se activó con un destello. Sable introdujo el cristal de seguridad que extrajo en la fase de reconocimiento y el cerrojo cedió. Al abrirse, un vestíbulo angosto nos recibió con dos guardias conversando.
—“¡Halt!” —gruñó el primero al vernos.
Furia se lanzó en un salto de Krav Maga: un codo en la mandíbula del segundo, un barrido de pierna al primero. Cuerpos inconscientes. Avancé con Lobo, apuntando la linterna a cada esquina.
—“Objetivo en 40 metros, segundo nivel” —informó Tormenta—.
Un piso arriba, junto a una barandilla de acero, detectamos el destello de un uniforme blanco: la doctora Mirov, esposada a un pilar. Alrededor, cuatro guardias armados con escopetas militares.
—“Escalera de servicio, dos en dos” —ordené.
Bajamos la mirada y tres de nosotros giramos a la derecha. Eco creó un ruido maquinal en el otro extremo para distraer. Las pisadas se acercaron: dos guardias curioseaban por el pasillo. Furia y Sable los neutralizaron con sendos golpes de llave y proyección. Sin ruido.
Subimos la escalera con la calma tensa de una tempestad contenida. Tormenta se asomó por la barandilla: dos escoltas miraban sus relojes. El cuarto, de cara a nosotros, vigilaba por una mirilla. Eco desactivó la cámara en un parpadeo.
—“Ahora” —susurró Lobo.
Furia sacó un lanzadardos con dardo contemplático; el objetivo cayó sin alertar. Sable abrió la puerta corrediza. La sala contigua era un laboratorio improvisado, con mesas metálicas, luces fluorescentes y registros médicos. En el centro, Elena Mirov yacía sobre un camastro, con tubos de suero. Dos guardias revisaban un cuaderno de notas.
Lobo entró primero: un disparo controlado a través de la pierna del más cercano y un golpe seco con la culata lo tumbó. El segundo alzó la escopeta: un disparo de pistola en la mano le hizo soltar el arma. Furia lo atrapó con un gancho.
—“Doctora Mirov, soy Lobo” —dije mientras desenfundaba la llave de esposas—.
Sus ojos estaban llenos de alivio y confusión. Con delicadeza, liberé sus muñecas y Sable retiró los tubos. Eco desmontó su maletín y recortó las correas del camastro.
—“Tenemos 3 minutos antes de que lancen alerta total” —advirtió Eco—.
—“Salimos por mirador de ventilación” —ordené.
Eco subió a la rejilla del techo y la destornilló. Un pasillo de ductos cubiertos de polvo y piezas sueltas nos esperaba. Lobo ayudó a Elena a incorporarse: el camastro no hubiera resistido más peso.
Entramos en la rejilla. Furia y Sable cerraron la tapa tras nosotros. El hedor a gas y metal mohoso envolvió al equipo. Avanzamos de rodillas por cincuenta metros de tubería hasta una compuerta secundaria cerca de un depósito de combustible. La abrimos con la ganzúa de Sable.
—“Tres vehículos APV entran por la puerta principal en 30 segundos” —informó Tormenta—.
—“Recorrido inverso hacia el helipuerto” —dije—.
Emergimos detrás de unos contenedores militares. Dos guardias patrullaban la calle interna, con linternas estroboscópicas. Tormenta, desde un andamio, alineó su rifle y dejó caer las mirillas. Dos disparos certeros: sin gritos, sin alarma. Eco hackeó el portón del hangar y lo abrió. Un helicóptero Mi-24 aguardaba con sus aspas bloqueadas. Dentro, un piloto rebelde dormía en la cabina.
—“Me ocupo”, murmuró Furia. Con un giro hábil, lo desarmó, lo colocó en la cabina, le colocó esposas y lo ató.
En el interior del Mi-24, Tormenta instaló la mira térmica y revisó los sistemas.
—“Heli listo en 20 segundos” —reportó.
—“Elena, siéntate aquí”, dije, señalando un enganche de rescate. Ella asintió, temblorosa.
Montamos en dos grupos: primero Eco y Sable con el rehén, luego Lobo, Furia y Tormenta cubriendo la entrada.
Al retirarnos, el portón comenzó a cerrarse automáticamente. Un enorme APV blindado apareció en el otro extremo del complejo, disparando ráfagas de ametralladora. Las balas rebotaban en la chapa.
—“¡A cubierta!” —grité.
El Mi-24 arrancó con un estruendo. Eco accionó el control remoto del portón y lo reabrió por milisegundos: suficiente para que el rotor generase una corriente de aire y desvíe las ráfagas. Al elevarnos, la munición impactó contra el hormigón, disparando fragmentos.
El piloto inexperto falló el primer ascenso, pero Tormenta, desde la torreta, instruyó por radio: “Incremento de potencia, inclinación leve al noreste…”. El helicóptero ascendió en diagonal, superando el muro de concreto y los muros de tierra.
Cuando alcanzamos la altitud segura, la silueta del SIGMA-7 quedó atrás, iluminada por rayos de faros y fuego de artillería automática. El sol comenzaba a despuntar en el horizonte, tiñendo el cielo de rojo y dorado.
En la cabina, Elena Mirov contemplaba el amanecer. Sus ojos brillaban al mirar al equipo:
—“No sé cómo agradecerles” —susurró—.
—“Mantente a salvo” —respondí.
Un silencio de victoria llenó la cabina mientras el Mi-24 se alejaba. Habíamos completado Misión Escorpión, un relato de acción forjado en falsas alarmas, pasillos oscuros y un acto de coraje que salvó una vida y desveló planes siniestros.
Al descender más allá de la línea de fuego, supe que Escorpión seguiría actuando donde otros no se atreven. Porque en los relatos de acción, la verdadera fuerza no está en el arma, sino en el valor de quienes la empuñan.