Operación Rascacielos – Relato de acción

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La oscuridad acunaba el horizonte cuando el helicóptero de la Unidad Omega se posó silencioso sobre la helipuerta del Monte Torre, aquel rascacielos de ochenta pisos que dominaba el corazón de la ciudad. Era la madrugada del 12 de octubre: el reloj marcaba las 05:43 y la tranquilidad de la noche ocultaba un complot que amenazaba con desatar un apocalipsis nuclear —un artefacto improvisado, listo para detonar en el piso 73, contenía uranio enriquecido y explosivos de alta densidad.

Mi nombre en clave es Centinela, líder de este equipo de élite: Lince, explosivista extraordinaria; Cascabel, hacker prodigio; Fénix, francotirador infalible; y Sombra, maestro del sigilo. No había margen para el error: la policía había sellado calles y avenidas, pero nadie podía entrar en el Monte Torre sin que nosotros lo permitiésemos.

Sin una palabra, enganchamos las cuerdas tácticas y descendimos sobre la azotea. El viento de alta cota nos zarandeó, pero pudimos fijar nuestros arneses. Bajo la luz roja de nuestras bengalas de emergencia, cada zancada se convirtió en una prueba de equilibrio.

—“Torre este despejada”, informó Fénix a través del intercomunicador.
Un dron de reconocimiento, lanzado por él mismo, había sobrevolado el hueco del ascensor y mostrado dos guardias patrullando. “Listos para neutralizar sin ruido”, confirmé.

Sombra desapareció en un susurro: fusió sus pasos con las sombras y, en un parpadeo, los dos custodios cayeron al suelo, inconscientes. El dron captó el momento: sin un disparo, la entrada vertical al piso 68 nos esperaba.

Avanzamos en formación de diamante por el pasillo de servicio. Cascabel intervenía en las cerraduras electrónicas con dedos de pianista, mientras Lince mantenía un ojo en el contador de latidos en su reloj táctico.

Al llegar al piso 68, Cascabel pulsó un último dígito y la puerta blindada del centro de datos cedió. El aire dentro olía a ozono y aceite quemado. Un zumbido constante nos indicó la cercanía del peligro: el temporizador de la bomba sonaba en algún lugar del piso 73.

Subimos por las escaleras de emergencia. En el piso 70, un guerrillero abrió fuego al vernos. Fénix estaba alojado en un ventanal del ala oeste: un disparo certero en la sien lo tumbó antes de que apretara el gatillo.

—“Uno menos”, susurró Fénix y apagó el dron para conservar energía.

El pasillo del 72 era un campo de escombros: vidrios rotos, cables pelados y manchas de sangre. Al doblar la esquina, Lince activó su detector de radiación: las lecturas se dispararon. Nos acercábamos al epicentro.

En el umbral del piso 73, Cascabel cortó el suministro eléctrico auxiliar al ascensor de servicio, asegurando que no habría reinicios automáticos. Empujamos la puerta blindada y nos encontramos en la sala de servidores: centenares de torres iluminadas por LEDs parpadeantes, el zumbido de ventiladores y… al fondo, el cilindro metálico que contenía el arma nuclear improvisada.

Tres terroristas en monos negros nos apuntaban con fusiles de asalto. Sin dudar, Sombra se lanzó en un rápido despliegue de Krav Maga: un solo golpe y dos enemigos quedaron fuera de combate. El tercero, herido, apretó un detonador manual y gritó:
—“¡Todos atrás o lo detono!”

Centinela alzó la voz:
—“¡Cascabel, corta el pulso de línea!”, y de inmediato el hacker sumergió un par de cables en su portátil. Un destello breve lo confirmó: la energía principal se había interrumpido, pero la bomba mantenía un generador de respaldo en marcha. El temporizador marcaba 04:17 minutos restantes.

Lince, quirúrgica, se acercó al cilindro. Identificó dos cables rojos finos y un nudo de termostato.
—“Si desconecto mal, activaré el segundo detonador”.
—“Tic, tac”, repetí, mientras sentía el sudor enfriarse en mis muñecas.
Con manos firmes, Lince peló ambos cables, generando un chispazo leve. El temporizador se detuvo en 02:09.

—“Sistema neutralizado”, anunció Cascabel con alivio. Un silencio tan denso llenó la sala que el murmullo de nuestros propios latidos retumbó en nuestros oídos.

En ese instante, las sirenas exteriores alertaron de un convoy blindado acercándose por la planta baja: el plan de fuga del comando terrorista. Sin embargo, nuestro trabajo no había terminado.

—“Ordeno a Sombra que cubra la salida sur. Fénix, posición en ventana este. Cascabel y Lince conmigo en la puerta principal”, di.

Sombra desapareció por una ventana y descendió por la fachada con cuerdas auxiliares. Fénix se apostó con su M110 en un ventanal, listo para hacer fuego de precisión. Los tres restantes corrimos escaleras abajo.

Al llegar a la planta baja, el pasillo de mármol estaba inundado de destrozos. Un hombre alto, trajeado con corbata roja —el cerebro de la operación— sostenía al científico jefe como rehén y apuntaba un arma química al generador auxiliar.

—“Nunca podrás escapar”, rugió el terrorista.
Centinela avanzó sin vacilar y le apuntó:
—“Suelta al rehén”.
El hombre apretó el gatillo del frasco. Un jet de humo denso se escapó, pero un disparo limpio de Centinela impactó en su hombro, haciéndolo caer. El frasco rodó sobre el suelo sin romperse.

En el exterior, Fénix abrió fuego contra los vehículos blindados: neumáticos reventados, blindaje abollado. El convoy se detuvo en seco. Sombra entró en ráfaga, derribando a dos combatientes con golpes fulminantes.

La policía antidisturbios irrumpió y tomó control de la escena. Cascabel recogió al científico herido y comprobó el estado de los explosivos secundarios: inservibles tras la manipulación.

Instalamos un perímetro de seguridad y, antes de abandonar el edificio, pasamos por la azotea. El sol despuntaba con un resplandor carmesí. El helicóptero nos recogió con sus palas girando. Cada uno subió con paso firme, dejando atrás los escombros de la batalla.

Mientras el Monte Torre se alejaba bajo nosotros, escuché el rugido del motor y supe que habíamos evitado un cataclismo. En este relato de acción, la clave no fue solo la fuerza bruta, sino la sincronización perfecta: cuando cada pieza juega su papel a la perfección, hasta el edificio más alto puede mantenerse en pie.

Y así culminó Operación Rascacielos, un episodio de pura adrenalina que demostró que incluso en las alturas más peligrosas, el valor y la precisión pueden salvar al mundo.

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