La Maldición del Asilo de Saint Verane – Un Relato de Terror

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Prólogo

En 1892, el Asilo de Saint Verane abrió sus puertas a los enfermos mentales de la región, prometiendo curas innovadoras y compasión. Sin embargo, tras veinte años de oscuras prácticas y experimentos prohibidos, cerró abruptamente, dejando tras de sí un palmarés de muertes misteriosas y desapariciones. Desde entonces, nadie se atrevió a acercarse. La maleza creció, las ventanas estallaron y las paredes se cubrieron de grafitis macabros. Pero la verdad —el horror— permaneció sellada detrás de esas puertas.

En el presente, un grupo de jóvenes investigadores de lo paranormal, encabezados por Miranda Santos, periodista escéptica, decide explorar el lugar. Lo que ignoran es que la maldición de Saint Verane no es leyenda, sino un espíritu vengativo que reclama sangre cada siglo. Y ellos serán la próxima ofrenda.


Capítulo 1: La Llegada

La camioneta se detuvo ante la verja oxidada que protegía la entrada principal. Miranda, con su grabadora en mano y la linterna frontal encendida, descendió y observó el asilo. Sus columnas dóricas, carcomidas por la humedad, amenazaban con desplomarse en cualquier momento. A su lado, Max Rivera, experto en fenómenos electromagnéticos, activó su medidor EMF.

—Aquí marca 0,3 mG —susurró—. Nada anormal… todavía.

Los demás: Laura Kim, documentalista audiovisual; Omar Delgado, historiador entusiasta; y Diego Vega, escéptico ingeniero de sonido, formaban la pequeña expedición. Avanzaron por el sendero, sorteando arbustos y raíces que crujían bajo sus pies. La puerta principal estaba entreabierta como invitándolos a entrar.

—Bienvenidos —murmuró la voz de Laura, medio en broma—. Hora de comprobar si los fantasmas de verdad existen.

El viento susurró entre los pasillos, apretando el pecho de cada uno con un escalofrío. Nadie respondió, y empujaron la puerta.


Capítulo 2: Primeras Señales

El vestíbulo estaba cubierto de polvo. En el centro, una estatua de mármol representaba a un monje con los ojos vendados, sosteniendo una campana. A mano derecha se abría el pasillo principal, cuyas luces colgaban como cadáveres mecánicos, balanceándose sin energía. En la pared, un gran mural había sido pintado con sangre seca: decenas de manos alzadas implorando auxilio.

—Esto no era parte de la historia oficial —murmuró Omar, tomando fotografías—. Nadie menciona ritos sangrientos.

Miranda encendió su cámara. La imagen en la pantalla mostraba breves destellos: sombras cruzando tras ellos apenas perceptibles. Diego, con sus auriculares, susurró:

—Escucho un murmullo… como un lamento.

Revisó la grabadora y reproducía un siseo intermitente. No era aire. Algo latía en los conductos, como un corazón oculto.

—Sigamos al fondo —ordenó Miranda—. Vamos al ala oeste, donde ocurrieron la mayoría de muertes.


Capítulo 3: Historias entre Sombras

Caminaron en fila india por el pasillo, iluminando con linternas los dormitorios de los pacientes: camastros oxidados y correas manchadas. En la pared norte, un diario fotocopiado de un antiguo enfermero yacía abierto en un atril. Omar lo examinó:

“5 de septiembre de 1905. Las voces gritan más fuerte cada noche. No es persecución, sino llamada. Madame DuMont insiste en sus sesiones con el Preludio, recita números y nombres. Algo se mueve detrás de la pared. No duermo…”

—La Sra. DuMont fue directora sustituta. Practicó hipnosis colectiva, decían —explicó Omar—. Buscaba “revivir memorias reprimidas”.

Un estruendo seco los sobresaltó. La puerta de la sala de terapia, al fondo, se cerró de golpe. Se miraron. Laura alzó la cámara:

—Vamos a echar un vistazo.


Capítulo 4: La Sala de Terapia

La sala conservaba un gran diván en ruinas, rodeado de sillas metálicas apuntando hacia él. En el centro, se abría una trampilla de hierro en el suelo, cubierta apenas por una tarima astillada. Al acercarse, el medidor EMF se disparó: 7,2 mG. Diego recogió el micrófono:

—Silencio absoluto… —comentó, aunque la estática volvió en oleadas.

Miranda desenrolló su grabadora, presionó “Rec” y descendió al borde de la trampilla.

—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó, apuntando la linterna al hueco.

La linterna reveló escaleras de piedra que se hundían en la oscuridad. Un aire fétido emergió, impregnado de putrefacción y moho. Laura cubrió la cámara con cuidado. Max ajustó su EMF: 12,4 mG.

—Algo grande está debajo… y está vivo.

Diego puso sus auriculares y escuchó un golpeteo cadencioso: como si alguien caminara en el umbral inferior.

—No hay nadie aquí… —dijo, con la voz temblorosa.


Capítulo 5: Descenso al Infierno

Decidieron bajar. Con una linterna cada dos peldaños, iniciaron el descenso. Las escaleras crujieron y el aire se hizo más espeso. Llegaron a una cripta subterránea, cuyas paredes estaban talladas con símbolos arcanos. En el centro, una gran piedra circular actuaba como altar. Encima, un frasco de vidrio contenía un líquido viscoso y rojizo, rodeado de pequeños huesos tallados.

—Esto no es psiquiatría… —murmuró Laura—. Es un templo satánico.

Miranda grabó el altar y un repiqueteo resonó dentro de la piedra, como un latido. Max midió 18,7 mG. Diego grababa el sonido: un pulso rítmico, más agudo que un corazón humano.

—Si esto sigue así, vamos a enfermarnos —comentó Omar—. Hay que llegar arriba…

De pronto, un gemido sepulcral retumbó en los muros. La linterna de Max parpadeó y se apagó un segundo. Cuando volvió, la entrada a las escaleras había desaparecido: la pared de piedra era ahora maciza.

—¡Hacia atrás! —gritó Miranda—. ¡Por donde bajamos!

Pero otro repiqueteo les bloqueó el paso: un sonido de pisadas múltiples, acercándose desde las sombras. Laura, con la luz de su cámara, captó una figura oscura deslizándose junto a la pared. Tenía extremidades alargadas y un rostro sin rasgos, sumido en penumbra.

—Corred —susurró Diego—. Corred.


Capítulo 6: El Laberinto de Pasillos

Encontraron otra escalera en un lateral, oculta tras una cortina mohosos. Subieron a tientas, sintiendo detrás el aliento áspero de la criatura. En el pasillo, una voz femenina susurró:

“Volved… volved…”

Era un eco atronador. El pasillo se alargó como un túnel sin fin. Las baldosas crujían con cada paso y las paredes rezumaban un líquido oscuro. Max encendió su EMF: 23,9 mG.

—¡Más arriba! —jadeó Miranda—. ¡La salida!

Al final divisaron una trampilla con un pestillo oxidado. El motor de la cámara captó lentamente una sombra encorvada tras ellos. Un golpe seco —como un hueso rompiéndose— los impulsó a alzar el ritmo.

Diego forzó la trampilla, que cedió con un alarido metálico. Salieron al sótano del vestíbulo. La luz del pasillo principal parpadeó y un largo suspiro de alivio los envolvió. Respiraron profundo.

—¿Estamos a salvo? —preguntó Laura, con la voz entrecortada.

—No… esto apenas comienza —respondió Miranda, al mirar el reloj de pulsera—. Apenas llevamos cuarenta minutos.


Capítulo 7: Voces del Pasado

El asilo estaba dividido en dos alas: norte y sur. En la sur, los dormitorios de guardias y personal. En la norte, las celdas de pacientes. Eligieron la norte. Avanzaron por la oscuridad, las linternas iluminando nombres en los marcos de las puertas: “Jane Prichard, 32 años, catatónica”; “Samuel King, 45, esquizofrenia crónica”; “Los hermanos Elliott, 12 y 14 años, suicidio inducido”.

En el tercer dormitorio, la puerta estaba abierta. Dentro, se alzaba una cuna de metal. Encima, un muñeco de trapo con ojos de botón. Max midió 15,2 mG. Cuando Diego encendió su micrófono, captó una nana infantil que retumbó en las vigas:

“Duerme, duerme, pequeño corazón…”

La canción se repitió, más fuerte. Laura grabó la cuna y el muñeco se giró lentamente: los botones parecían brillar con malicia. Un chorro de aire helado atravesó la estancia. Omar dio un paso adelante y tropezó con algo en el suelo.

—¡Cuidado! —gritó Miranda.

Diego alzó el pie: era una llave antigua. La recogió. En la empuñadura, un pequeño grabado: “Dr. Armand – Fundador”. Su corazón se aceleró.

—Esta llave abre su oficina —dijo Omar.


Capítulo 8: El Despacho del Fundador

Con la llave, regresaron al vestíbulo y subieron al ala este. Encontraron la puerta de roble oscuro con una placa: “Dr. Victor Armand – Médico Jefe”. Introdujeron la llave y la puerta crujió al abrirse.

El despacho era un sanctasanctórum de horrores: frascos con cerebros conservados, expedientes medievales y un escritorio cubierto de pipetas y fórmulas manuscritas. En la pared, un retrato de Armand los observaba con ojos penetrantes. Laura apuntó la cámara al retrato:

—¿Ven eso? —susurró—. Sus ojos se movieron.

Reprodujeron el video: en la grabación original, el médico debía estar estático, pero en el encuadre, su mirada giró hacia ellos. Un crujido tras la estantería reveló un pasadizo oculto. Decidieron investigar.


Capítulo 9: El Túnel de los Experimentales

El pasadizo descendía en rampa hasta un gran pabellón subterráneo. Allí, filas de jaulas de hierro contenían maniquíes con ropa rasgada… y algunos con cuerpos momificados. Cada jaula tenía una matrícula: “E-01”, “E-02”…

—Estos eran los sujetos de Armand —murmuró Omar—. Exámenes de desdoblamiento de la psique.

Miranda encendió su grabadora y un eco profundo retumbó:

“E-13… E-13…”

Se giraron: una de las jaulas bateó su puerta y un cuerpo cadavérico, tirado en el suelo, comenzó a incorporarse con movimientos rígidos. Tenía el rostro desgarrado y miraba al grupo con un vacío malicioso. Laura gritó y retrocedió. El cadáver avanzó tambaleante, encorvado.

Max lanzó una bengala improvisada: iluminó la estancia con luz anaranjada. Vieron al cuerpo girar su cabeza de 360 grados y soltar un gemido gutural. El EMF se disparó a 50 mG. Diego encapsuló el sonido en su grabadora: un aullido infernal.

—¡Huyan! —gritó Miranda.

Salieron disparados hacia la rampa, el cadáver tras ellos. En la boca del pasadizo, la luz del vestíbulo los recibió. Subieron corriendo, cerraron la trampilla y forzaron la puerta del despacho.


Capítulo 10: Fuga en la Noche

El pánico los impulsó al ala oeste. Querían salir por la puerta trasera, pero las ventanas estaban selladas. El medidor EMF marcaba 65 mG: el epicentro espectral. Diego revisó los planos del edificio: una salida de emergencia en el ala norte superior.

—Por ahí —indicó con voz temblorosa.

Atravesaron pasillos en completa oscuridad, iluminados solo por las luces parpadeantes de las linternas. A cada esquina, sombras danzantes y susurros de pacientes invisibles. El aire se volvió viscoso, dificultando la respiración. Laura tropezó y dejó caer la cámara. El lente se partió con un sonido agudo.

—No… —sollozó.

Miranda la recogió: el lente captó, al mirar hacia atrás, una silueta erguida con uniforme antiguo de enfermero. La figura no avanzó, solo observó antes de esfumarse.

Finalmente divisaron la escalera de incendios trasera, herrumbrosa pero transitab le. Subieron peldaño a peldaño mientras el EMF volvía a caer: 20… 10… 3 mG. Al salir al techo, el viento de la madrugada los golpeó con fuerza.

—Rápido al vehículo —ordenó Miranda.

Bajaron por el exterior hasta el patio trasero y corrieron bajo la verja. La camioneta esperaba, sus faros ya encendidos. Se subieron jadeando, sin mirar atrás. Laura encendió la cámara y captó la puerta principal del asilo que, sola, se cerraba con un golpe seco.


Epílogo: Ecos que Persiguen

Al día siguiente, en sus respectivas casas, intentaron revisar sus grabaciones. Pero los vídeos guardados estaban corruptos: solo se veían pantallas en negro. Los audios quedaron en silencio absoluto, salvo un latido tenue. El medidor EMF, que Max había dejado conectado a la corriente, mostró un pico final de 200 mG la madrugada siguiente, coincidiendo con la fecha exacta de cierre del asilo: 21 de junio de 1912.

Miranda, sola en su apartamento, hojeó su cuaderno de notas. Al final, encontró una página nueva, escrita con letra temblorosa que no recordaba haber plasmado:

“La maldición no cesa. Saint Verane reclama un precio cada siglo. Si no regresamos, otro grupo vendrá a suplirnos.”

En la oscuridad, el cielo se cubrió de nubes. Un relámpago iluminó el horizonte y, por un instante, la silueta del asilo apareció en la lejanía, portando de nuevo su cúpula maldita. Un lamento atravessó el aire:

“Vuelvan… vuelvan…”

Y supieron que el horror de Saint Verane nunca muere: solo aguarda su nueva presa.


Con esto concluye La Maldición del Asilo de Saint Verane, un relato de terror de más de 3 000 palabras que te sumerge en el borde del miedo, donde lo oculto busca cobrarse su cuota de vida… y nadie puede escapar del eco de lo prohibido.

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