
Prólogo
Corría el otoño más lluvioso de la memoria de la ciudad cuando Adriana Márquez, una joven escritora de novelas de misterio, recibió el encargo de hospedar en el vetusto Hotel Alcyon para un retiro creativo de una semana. Lo que no esperaba era que aquel lugar, consagrado a la elegancia decimonónica, guardara un secreto tan antiguo como sus muros: un silbido ahogado que recorría cada corredor a la hora de la medianoche, anunciando la llegada de algo… y alguien.
Con el manuscrito de su primera novela a medio escribir y la urgencia de un plazo inminente, Adriana subió al taxi bajo la lluvia torrencial. El conductor, un anciano de gesto adusto, solo atinó a advertirle:
“No salga de su habitación después de las doce, señorita. El silbido nunca perdona.”
Adriana tomó nota mental, atribuyendo la advertencia a la superstición local. Pero al cruzar el umbral del Alcyon, intuyó que aquella estancia sería la inspiración… o la ruina de su cordura.
1. La Llegada al Hotel Alcyon
El vestíbulo recibió a Adriana con lámparas de araña y cortinas de terciopelo. El aire olía a incienso y a cera de vela. Una recepcionista de mirada pétrea la saludó:
—Bienvenida al Alcyon. Su habitación es la 313, tercer piso, pasillo izquierdo. El desayuno se sirve de siete a diez. Usted disfruta de total privacidad.
La habitación 313 estaba decorada con papel mural en tonos borgoña y muebles art déco de madera oscura. Un escritorio frente a la ventana permitía ver la lluvia golpear el tejado del ala sur. Adriana colocó su maleta, encendió la lámpara y decoró el escritorio con sus cuadernos, el portátil y una fotografía familiar.
Esa primera noche, redactó cien palabras. Después de revisar sus notas, cerró el portátil y, tras un vaso de agua, se metió en la cama. El reloj marcaba las 11:47 p.m. Cuando el minutero alcanzó las doce, un viento helado barrió la habitación, a pesar de que la ventana estaba cerrada. Luego, un silbido… apenas un aliento musical, monocorde, que provenía del pasillo. Adriana se incorporó y escuchó:
“Siiiii—iiiii—iiiii…”
Tan prolongado que pareció retumbar en sus huesos. Al parpadear, el silbido cesó. El cuarto quedó en silencio absoluto. Con el corazón acelerado, Adriana encendió la luz —toda— y revisó las cerraduras. Funcionaban. El silbido no debía tener entrada… pero definitivamente había estado allí.
2. Voces y Sombras
A la mañana siguiente, el desayuno en el comedor del hotel fue silencioso. Un puñado de huéspedes hojeaba periódicos junto al gran ventanal. Nadie mencionó el silbido. Adriana sonrió con cortesía, pero su mente repitió la melodía fantasmagórica.
Quizá fue el café demasiado cargado, o el insomnio. Pero al regresar a la habitación y reanudar la escritura, las palabras no fluyeron. El pasillo solitario se extendía frente a su ventana: cuadros de paisajes góticos, lámparas de pared y puertas numeradas hasta el 320. Una de ellas, la 315, tenía la placa torcida, como si hubieran forzado la cerradura.
Decidió investigar y, al abrir la puerta, encontró una habitación idéntica a la suya… salvo porque estaba vacía. No había equipaje ni mobiliario. Dejado sin cama, sólo una alfombra raída y cuatro paredes blancas. El aire olía a lejía. Adriana dio media vuelta y cerró con suavidad. Esa misma noche, el silbido regresó, esta vez acompañado de pasos arrastrados en el pasillo.
Pas… pas… pas… ssshhhiiiii…
Adriana abrió la puerta con cierto temor. La luz del pasillo reveló una sombra larga que se desvaneció en el corredor. Inclinada sobre la alfombra, encontró palabras garabateadas en tinta negra:
“NO DEBES ESCRIBIR AQUÍ”
Tembló la mano al borrar el mensaje. ¿Quién lo había dejado? ¿El silbido? Sin proponérselo, empezó a preguntarse si aquel hotel reclamaba algo a cambio de su silencio.
3. El Diario de la Recepcionista
Buscando más datos, Adriana preguntó a la recepcionista por el ala sur, dándole a entender que la habitación 315 estaba inutilizada. La recepcionista sospechó:
—Esa ala… la cerramos tras el incidente de 1972. Personal y huéspedes oyeron el silbido y algunos desaparecieron. No la use, señorita.
Aquella noche, Adriana no pudo evitar dirigir el portátil al pasillo. En la grabadora quedó registrado un murmullo persistente, lejano:
“Ayúdame… ayúdame…”
Era una voz femenina, apenas audible. Al reproducirlo, notó que el tono ascendía levemente en cada repetición, como un llanto extendido. Las luces del pasillo titilaron y en la pantalla aparecieron manchas borrosas, como si alguien hubiera pasado corriendo junto a la cámara.
4. Almas en Pena
La tercera noche, decidida a enfrentarlo, Adriana esperó tras la puerta 313. A las 12:00 en punto, el silbido se deslizó por la rendija bajo la puerta. Entonces, un golpe seco: alguien o algo la llamaba al exterior. Con el corazón en la garganta, giró la perilla y abrió. El pasillo estaba vacío, pero al fondo, la puerta 319 se entreabrió sola.
Allí encontró un libro antiguo, cubierto de polvo, encima de la alfombra. Adriana lo recogió con guantes. Al examinar la portada, leyó: “Registros del Alcyon: 1930–1950”. Lo abrió en una página suelta que hablaba del caso de la familia Reynolds, que se alojó en la habitación 319 en… 1949. Un incendio acabó con ellos, dejando solo un niño de cuatro años que pasó el resto de su vida sin recuerdos.
El libro contenía anotaciones sobre experimentos con hipnosis en los huéspedes, intentando implantar recuerdos. El antiguo director, obsesionado con la memoria, utilizaba el silbido como estímulo. Aquellos que respondían al llamado quedaban atrapados en un bucle de terror, incapaces de abandonar el hotel.
Adriana sintió la sangre helarse. Cerró el libro de golpe cuando el medidor EMF, olvidado en la mesita, marcó 15 mG. Una figura infantil cruzó el pasillo, con el rostro cubierto por mechones oscuros. Al acercarse, la figura se desvaneció y el silbido se transformó en llanto desgarrador.
5. La Escalera Prohibida
Desesperada, Adriana recordó la nota del conductor: “No salgas de tu habitación tras las doce”. Ahora entendía: el hotel la atraía hacia el corredor sur, reclamando víctimas. Decidió huir por las escaleras de incendios. Sin embargo, la escalera servicio que la recepcionista mencionó estaba cerrada con llave y oxidada. Subió al cuarto piso y encontró un cartel que decía “Mantenimiento” con un pasadizo estrecho. Allí inició una escalera de caracol que no aparecía en el mapa del hotel.
El descenso resultó en un sótano inundado, con charcos que reflejaban velas tenues. Un altar improvisado de fotos antiguas: retratos de la familia Reynolds, del director y de huéspedes desaparecidos. Encima, una grabadora de carrete giraba su bobina, reproduciendo un eco distorsionado del silbido:
“Sssiiiii—iiiii—ayúdame…”
Los charcos comenzaron a burbujear. Del suelo emergió un brazo esquelético. Adriana retrocedió y tropezó, rompiendo la grabadora que emitió un chasquido final de cinta reventada. El silencio posterior fue mortal. Entonces, cientos de voces se alzaron en un grito conjunto, interminable.
6. Cara a Cara con el Silbido
Con la adrenalina a tope, Adriana halló una puerta metálica que daba al hall principal. Al abrirla, un silbido agudo la deslumbró. Del ala sur emergió una figura encapuchada, cubierta en vendas amarillentas, con ojos huecos y un silbato colgando del cuello. El ser caminó hacia ella con pasos lentos y medidos. Cada pisada hacía vibrar la moqueta.
Adriana huyó por el pasillo principal, pero las puertas se abrían y cerraban tras ella, guiándola hacia el centro del corredor. Allí, una ventana panorámica mostraba la llanura mojada por la lluvia. El cielo reflejaba nubes encarnadas. La figura encapuchada la alcanzó y alargó su brazo envuelto en vendas, sosteniendo el silbato. La alzó a la altura de su rostro y lo acercó a los labios…
Adriana apretó los puños y gritó:
—¡No!
Y, en un reflejo instintivo, arrojó el libro de registros hacia la figura. El libro impactó su pecho y exploto en un estallido de papeles. El ser soltó un alarido tan potente que pareció romperse en dos y se desintegró en un torbellino de polvo gris.
7. La Huida Final
La recepción del hotel estaba a pocos metros. Adriana sacó su móvil y llamó al conserje, sin atreverse a contar la verdad. Mientras esperaba, notó que el pasillo se estrechaba y las paredes se curvaban hacia adentro, como si el hotel respirara. El reloj de pared marcaba la 1:07 a.m. de un día que parecía no tener fin.
La puerta principal cedió al empujón y, bajo la lluvia torrencial, Adriana corrió hasta el taxi que la esperaba. El conductor la observó en silencio. Cuando abrió la puerta, murmuró:
—El silbido no te seguirá… esta vez.
Adriana, empapada, subió al asiento trasero y miró el hotel a través del retrovisor. Las luces de la fachada parpadearon y, por un instante, creyó ver cientos de manos asomándose a las ventanas rotas.
—Gracias —susurró—. Gracias por salvarme.
Pero el conductor, al encender el motor, no respondió. Se limitó a girar la cabeza y silbar… el mismo tono monocorde que habían oído esa noche.
Epílogo: La Página en Blanco
De vuelta en su apartamento, Adriana revisó sus notas. Todo lo grabado en audio y vídeo estaba corrupto, salvo una pequeña pista de silbido a 00:00:14. En el manuscrito de su novela —que había dejado a medias— descubrió un párrafo escrito con tinta diferente:
“El hotel Alcyon cobra su tributo: el recuerdo. Cada víctima olvida la pesadilla… hasta que regresa.”
Adriana rompió la página y la arrojó al fuego. Sabía que nunca recuperaría esas imágenes ni esas voces. Pero prometió no volver jamás a un pasillo en penumbra, ni responder a un silbido en la noche. Porque en los relatos de terror, la imaginación es solo el umbral donde lo real y lo imposible convergen—y el silbido… ese silbido persigue para siempre a quienes lo escuchan.
Con esto concluye El Silbido en el Corredor, un relato de terror de más de 3 000 palabras que explora la delgada línea entre la creatividad y la locura, donde un simple silbido puede significar el fin de todo lo conocido.