Sombras en el Asfalto: Tres Relatos de Terror Urbano

“Interior de fábrica oxidada con vigas rotas y maquinaria antigua”

Introducción

La ciudad nunca duerme. Entre el rugido de los motores, el pulso incesante de las luces y el murmullo lejano de voces que se disuelven en la noche, se ocultan historias que desafían la razón. El terror urbano no necesita bosques oscuros ni mansiones abandonadas: basta con un andén solitario, una fábrica en ruinas o un apartamento demasiado perfecto. Hoy te traigo tres relatos completamente inéditos, inspirados en leyendas reales de metro, pasadizos industriales y edificios de apariencia inofensiva. Prepárate para descubrir qué sucede cuando las luces de neón se apagan y la ciudad revela su cara más siniestra.


Primer relato: La última salida del Metro

La estación desierta

Marta, editora de vídeos para el canal municipal, apretó el botón del ascensor por tercera vez. Eran las dos de la madrugada y el edificio principal estaba vacío. Al llegar al sótano, el silencio la envolvió: en el aire flotaba un olor a metal oxidado. El andén único parecía detenido en el tiempo, con baldosas parcheadas y un panel LED que, en lugar de anunciar el próximo tren, parpadeaba con un enigmático “—”. Cuando las luces fluorescentes se apagaron de golpe, un golpe seco reverberó por los túneles, como si alguien hubiera cerrado una compuerta de hormigón.

“Andén de metro vacío con luces parpadeantes y neblina nocturna”

El pasajero sin rostro

De la penumbra emergió una figura cubierta por una gabardina vieja. No llevaba bolso ni maletín, y la luz de los carteles no proyectaba sombra en su cuerpo. Marta avanzó con cautela, cámara en mano, convencida de que se trataría de un equipo de rodaje o de una broma pesada. Al agrandar el zoom, advirtió manchas de hollín en el rostro del extraño y labios que se movían, pero ningún susurro salió de su boca. El panel LED parpadeó de nuevo, cambiando el nombre de la estación a “Almas”. En ese instante, Marta sintió un escalofrío helado subirle por la espalda.

Ecos bajo tierra

Decidida a huir, Marta retrocedió hacia la salida, pero la luz del túnel se alargó hacia un pasadizo lateral. Una voz cavernosa, al límite del llanto, pidió:

—Dime tu número de vagón.
La voz surgía de los altavoces, aunque éstos estaban visiblemente fuera de servicio. Con el pulso acelerado, la editora corrió hasta la escalera mecánica. Al alcanzar la superficie, la reja de acceso estaba cerrada con candado, y sólo quedaba un breve pasillo iluminado por bombillas parpadeantes. Cuando se volvió, vio al pasajero sin rostro al final del pasillo, señalando con un dedo huesudo un corazón dibujado en grafiti: “Aquí vendrás por mí”.


Segundo relato: El pasadizo de la vieja fábrica

Ruinas en pleno centro

Víctor, joven fotógrafo urbano, preparó su trípode frente a la entrada de la antigua fundición. En pleno barrio de lofts y galerías, aquella nave abandonada seguía conservando vigas retorcidas y hornos oxidados. Un grafiti en la puerta rezaba: “No hay salida”, y la madera carcomida crujía al rozar su mochila. El aire estaba impregnado de hollín y polvo, y cada inhalación sabía a metal caliente.

Las sombras colgantes

Dentro, los haces de su linterna cruzaron por entre maquinaria habitada por telarañas. De pronto, percibió un ligero balanceo en el techo: varias cuerdas desgastadas colgaban, moviéndose sin brisa aparente. Al enfocar con la cámara, captó un estremecimiento en el suelo: como si una presencia invisible latiera bajo el asfalto agrietado. Un estruendo sobresaltó a Víctor: la tapa de un pozo improvisado cayó al abrirse, dejando al descubierto un vacío entumecido. Una voz profunda, con eco metálico, suplicó:

—Baja conmigo…
El corazón de Víctor retumbó. Cuando alzó la mirada, las cuerdas habían desaparecido, y el suelo se había sellado con una capa de polvo. Un susurro se desvaneció al fondo del pasillo, tan leve que pareció un lamento de túnel.

El reflejo en la máquina

Decidido a marcharse, Víctor apuntó con el objetivo a una vieja máquina de laminación. En el cristal empañado, creyó ver detenerse su propia silueta: la figura reflejada sonreía con boca abierta, de cuyos ojos surgían hilos de humo negro. Parpadeó, y el reflejo imitó el gesto: levantó la mano para cubrirse el rostro, pero la imagen lanzó un largo alarido. Víctor soltó la cámara, exhaló un grito y emergió a la calle como si escapara de un incendio.


Tercer relato: El apartamento vacío

Contrato sin inquilinos

Marina recibió el mensaje de texto: “Contrato firmado. Te espero con las llaves esta noche. Renta ridículamente baja. Sin fianza, sin referencias.” A cambio de una promoción en redes, sería la primera inquilina de aquel estudio en un bloque reformado. Al entrar, se encontró con muebles de yeso: mesillas, sillas y hasta una cama cubierta por una colcha gastada. Cada objeto era réplica perfecta, pero al tocarlos, cedían como cartón.

Ecos en los muros

A la medianoche, los muros comenzaron a murmurar. Un latido sordo retumbaba tras la pared de yeso, seguido de un aleteo suave, casi agradable… hasta que se tornó frenético. Marina encendió todas las luces: descubrió diminutos surcos en las molduras, como si cientos de uñas hubieran arañado la superficie tras horas de fricción. De pronto, un rostro semiderruido apareció sobre la pared: labios que se alargaban, ojos que escurrían líquido oscuro. El pánico la llevó a abrir la ventana: en el cielo nocturno flotaban figuras alargadas, cuerpos suspendidos entre los edificios como huéspedes sin permiso. Uno alzó la mirada y señaló hacia el apartamento, con un gesto de invitación helada.

Huida sin escape

Marina bajó corriendo por las escaleras, pero cada piso repetía el mismo decorado de yeso: puertas selladas, muebles huecos. Cuando llegó al vestíbulo, la recepción estaba vacía y el timbre inalcanzable. Alzó la vista: en el techo, cientos de grietas dibujaban formas de manos y caras distorsionadas. Un tintineo metálico anunció la caída de una llave; al mirar al suelo, vio que era la réplica de su propia llave. La tomó temblando y, sin dudarlo, abrió la puerta de la calle. Afuera, la acera brillaba con gotas de lluvia reciente, pero no había nube a la vista. Al alejarse, vio cómo el edificio quedaba atrás… y en una de las ventanas, su silueta de yeso la saludaba con un ademán lento.


Conclusión

El terror urbano surge cuando la familiaridad de la ciudad se tuerce en algo ajeno. Un pasillo de metro, una fábrica abandonada o un estudio recién alquilado pueden transformarse en trampas mortales para la mente. Estos relatos inéditos combinan lo cotidiano con lo irracional, recordándonos que el verdadero miedo no está en los bosques profudos, sino en las sombras que nos siguen bajo el brillo de los neones.

¿Te atreves a volver solo por las calles después del último tren?

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